En años recientes, la región de América Latina y el Caribe ha sido testigo de las victorias electorales de distintas fuerzas de extrema derecha. En materia de seguridad pública, el ascenso de estos movimientos a la jefatura de determinados gobiernos ha incidido en la adopción de polémicas, pero populares, estrategias de enfrentamiento a la criminalidad y la violencia. Estas se han caracterizado por el empleo de políticas de “mano dura”, la militarización del orden interior, el reforzamiento del aparato represivo, el endurecimiento del marco sancionador y la demagogia punitiva. El presente artículo propone un análisis de las agendas de seguridad pública de tres representantes de la extrema derecha latinoamericana: Nayib Bukele, de El Salvador; Daniel Noboa, de Ecuador y Javier Milei, de Argentina.

Palabras clave: extrema derecha, América Latina y el Caribe, crisis de seguridad pública, políticas de mano dura.

In recent years, the Latin America and Caribbean region has witnessed the electoral victories of different far-right forces. In terms of public security, the rise of these movements has led to the adoption of controversial but popular strategies to confront crime and violence, characterized by “iron fist” policies, the militarization of internal order, the strengthening of the repressive apparatus, the hardening of the punitive framework and punitive demagogy. This article proposes an analysis of the public security agendas of three representatives of the regional extreme right: Nayib Bukele from El Salvador, Daniel Noboa from Ecuador and Javier Milei from Argentina.

Key words: far-right, Latin America and Caribbean, public security crisis, iron fist policies.

Introducción

La región de América Latina y el Caribe se ha caracterizado, históricamente, por presentar elevados índices de inseguridad ciudadana. Paradójicamente, en esta área geográfica declarada “zona de paz”, los fenómenos como el crimen organizado, el pandillismo, la delincuencia común y los conflictos armados internos han configurado un escenario considerablemente violento. Las estadísticas indican, por ejemplo, que la región presenta la tasa anual de homicidios más alta a nivel global, con una cifra de casi 18 víctimas por cada 100 mil habitantes. (InSight Crime, 2024)

Esta compleja situación ha sido condicionada, fundamentalmente, por factores socioeconómicos característicos de las naciones latinoamericanas. Los altos niveles de pobreza, las desigualdades económicas, la precariedad de las condiciones laborales, la baja escolaridad, la corrupción y la debilidad de las instituciones gubernamentales favorecen la proliferación de actividades delictivas y la violencia en la región. (Hernández, 2022)

Durante el siglo XXI, las manifestaciones de criminalidad han experimentado mutaciones derivadas de los efectos de la globalización y los avances tecnológicos. Ello ha propiciado el surgimiento de sofisticadas redes delictivas que, por su alcance, en ocasiones transnacional, permiten hablar de la aparición de amenazas no convencionales para la seguridad pública. Estas han penetrado el tejido social latinoamericano y erosionado los aparatos estatales, de modo que se ha elevado la percepción de inseguridad constante entre la ciudadanía. Esa sensación de miedo provoca que la población latinoamericana sea susceptible, y por tanto manipulable, por los discursos políticos que prometen erradicar, de forma rápida y con determinación, el peligro de la actividad criminal.

Paralelamente, a partir de la segunda década del siglo, la región ha sido testigo de un proceso de gradual derechización. En un contexto marcado por el desgaste institucional de los partidos políticos tradicionales, como consecuencia del estancamiento económico producido por el fin del superciclo de los commodities, se produjo el auge de nuevas fuerzas de derecha. Este corrimiento regional ha posibilitado la consolidación de posiciones marcadamente reaccionarias, que en la actualidad se asumen como propias de la extrema derecha, también denominada nueva derecha.

La conceptualización de estas categorías y la definición de sus rasgos distintivos son aún objeto de debate académico. Sin embargo, no es interés de los autores de este artículo profundizar en torno a tales definiciones; por tanto, en lo adelante, se hará referencia a estos movimientos y fuerzas políticas como pertenecientes a la extrema derecha.

Dichas fuerzas se caracterizan, en sentido general, por la reivindicación de posturas conservadoras, confrontacionales con las políticas de bienestar social, y con la diversidad sexual y el feminismo. Además, se muestran proclives a la austeridad fiscal, la mínima intervención del Estado en la economía, y al fortalecimiento del aparato represivo estatal. Esto se combina con un discurso populista y supuestamente antisistema, signado por la hostilidad abierta contra la clase política tradicional, con el objetivo de capitalizar el descontento de las masas respecto al establishment.

La creciente inseguridad ha sido un factor determinante en la victoria electoral de varios representantes de esta extrema derecha, quienes, con altas dosis de demagogia y populismo, han empleado la agenda de seguridad pública con fines políticos. En la retórica y en la práctica gubernamental han retomado las viejas recetas de la política de “mano dura” como estrategia para enfrentar el crimen y garantizar la tranquilidad ciudadana.

Por “mano dura” se entiende al conjunto de medidas legales y policiales heterogéneas, que comprenden: el endurecimiento de los códigos penales (incremento de las condenas, la disminución de la edad penal); el aumento de la presencia policial en las calles; del encarcelamiento, sobre todo de jóvenes pobres, de bajo nivel de escolaridad, negros, mestizos o descendientes de pueblos originarios y el incremento de la violencia y la letalidad policial. Los paquetes de medidas “manoduristas” contemplan, además, la asociación de la política de “tolerancia cero” al crimen con la “guerra contra el narcotráfico”, al cual presentan como “enemigo público” de primer nivel. Esta vinculación discursiva tiene por finalidad justificar la aplicación de estas medidas (Cerruti, 2013; Wendel & Curtis, 2002; Wolf, 2017).

El presente artículo se propone analizar las estrategias aplicadas por la extrema derecha latinoamericana para enfrentar la crisis de seguridad pública, lo que posibilitará la determinación de los elementos comunes entre los mecanismos aplicados por estas fuerzas políticas en distintos países de la región. Para responder a este propósito, se seleccionaron como casos de estudio las agendas de seguridad de los presidentes Nayib Bukele de El Salvador, Daniel Noboa de Ecuador y Javier Milei de Argentina.

Desarrollo

El “Fenómeno Bukele” y el éxito de la mano dura: construyendo un referente

La llegada, en 2019, de Nayib Bukele al gobierno se produjo en un contexto en el cual la proliferación de las pandillas juveniles, conocidas como “maras”, había socavado con creces la seguridad pública y la autoridad del Estado salvadoreño. En consecuencia, el país registraba una de las tasas de homicidios más altas del mundo, la cual, entre 1995 y 2018, nunca fue menor a 40,2 muertes por cada 100 mil habitantes (Martínez & Navarro, 2021).

El origen de estos grupos delictivos se remonta a la emigración salvadoreña hacia California, Estados Unidos, entre 1979 y 1992, cuando tuvo lugar el conflicto armado en la nación centroamericana (Bencomo & Llamos, 2023). Las difíciles condiciones de vida de los emigrados, además del tratamiento discriminatorio que sufrían, condicionó que estos se agruparan en pandillas, concentrándose, fundamentalmente, en torno a los grupos Barrio-18 (B-18) y Mara Salvatrucha 13 (MS-13).

Ante el incremento de la violencia en las calles norteamericanas a causa de las pandillas, el gobierno estadounidense comenzó a deportar masivamente, a partir de 1992, a los migrantes salvadoreños involucrados en actividades pandilleriles. La marginalidad y la predominante falta de oportunidades en el país centroamericano, la cultura y la estética de los deportados, además de su experiencia delictiva previa, provocaron el resurgimiento de la MS-13 y de B-18 en El Salvador.

Ambos grupos crecieron rápidamente, al punto de tener presencia en la gran mayoría del territorio nacional. También, adquirieron una capacidad organizativa notable, al ejercer un férreo control territorial, y lograr desplazar completamente a la autoridad del Estado.

En respuesta al problema de seguridad que representaban, el gobierno salvadoreño, encabezado por el partido derechista Alianza Republicana Nacionalista (ARENA), optó por implementar una política de “mano dura”, ejecutada a partir de 2003. Sin embargo, la iniciativa gubernamental resultó ser un fracaso, pues el elevado número de criminales capturados saturó al sistema judicial, generó hacinamiento en las cárceles, incrementó el índice de homicidios y provocó la restructuración y el fortalecimiento de las pandillas. Las maras se desplazaron a otras zonas geográficas y endurecieron tanto las prácticas extorsivas, como las reglas y los controles de ingreso para los nuevos miembros (Martínez & Navarro, 2021).

La llegada al poder del partido izquierdista Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) en 2009, no significó un giro en la forma de combatir a las maras, pues durante sus primeros tres años, el nuevo gobierno continuó las políticas “manoduristas”. No obstante, en 2012 se produjo una “tregua” entre el gobierno salvadoreño y las maras, que contempló concesiones como la reubicación de los líderes pandilleros cautivos en cárceles de máxima seguridad, hacia otras con medidas de resguardo más flexibles. Aunque esta favoreció una reducción considerable en el número de homicidios, fue objeto de duras críticas por parte de la opinión pública y la oposición, debido a la falta de transparencia con que fue concertada.

La tregua finalizó en 2014, cuando el nuevo gobierno del FMLN retomó la política de represión contra las maras. Los jefes pandilleriles fueron retornados a las cárceles de máxima seguridad y, tanto MS-13 como B-18, fueron declaradas organizaciones terroristas. Ello implicó una escalada de violencia, en la que aumentaron drásticamente los homicidios, así como los reportes de abusos policiales y ejecuciones extrajudiciales. Además, la gestión económica de la administración no fue capaz de revertir la situación de marginalidad de los sectores más humildes, lo que, unido a varios escándalos de corrupción, incidió en el desgaste de la izquierda salvadoreña.

En este contexto emerge, en el año 2019, la figura de Nayib Bukele como una alternativa al deteriorado bipartidismo. El joven político fue electo como alcalde de San Salvador por el FMLN en 2015 y expulsado por la propia organización en 2017, debido a discrepancias internas. En consecuencia, fundó el partido Nuevas Ideas, y se postuló como candidato presidencial por la agrupación conservadora Gran Alianza por la Unidad Nacional (GANA).

El entonces candidato destacó rápidamente por su campaña comunicacional rupturista, dirigida principalmente al electorado joven. Esta estuvo enfocada hacia las redes sociales, en especial Twitter, alejándose de los medios de comunicación tradicionales. A través de las plataformas digitales, Bukele difundió un discurso abiertamente confrontacional contra la clase política, a quien acusó de ser corrupta, de mantener una retórica de “guerra fría” y de ser incapaz de resolver el problema de seguridad del país.

Esta nueva forma de hacer política le garantizó la victoria electoral en primera vuelta, con un 53,1% de los votos (Rodríguez, 2019). Posteriormente, la popularidad de Bukele le permitiría alcanzar una contundente victoria en las elecciones legislativas de 2021, al controlar 64 de los 84 escaños de la Asamblea Nacional (Vera, 2021). Esta mayoría a nivel parlamentario y la destitución de los jueces de la Corte Suprema y del Fiscal General le permitieron al partido Nuevas Ideas hacerse con el control total de los poderes del Estado salvadoreño.

El nuevo gobierno hizo de la seguridad ciudadana uno de los principales temas de su agenda. En 2019 implementó el llamado Plan de Control Territorial, que ofrecía un esquema similar al de las administraciones anteriores. Aunque los homicidios disminuyeron, el plan no estuvo exento de críticas, pues una investigación apuntaba a la existencia de una tregua entre las maras y el gobierno. Sin embargo, la situación cambió en marzo de 2022, cuando Bukele decretó el estado de excepción, a raíz de una escalada de violencia que costó la vida de 87 personas (Sabattini, 2023).

Esta medida facultó al Estado salvadoreño para suspender el derecho a la libertad de expresión, a la libre movilidad y a la privacidad de las comunicaciones. Por su parte, el poder legislativo anuló varias garantías procesales, lo que permitió la detención indiscriminada de sospechosos, sin que estos gozaran del derecho a juicio o a ser informados de la razón de su detención. Desde entonces, más de 79 mil personas han sido detenidas bajo condiciones muy duras, concentrados en sus celdas y sin derecho a comunicarse con el exterior (Deutsche Welle, 2024).

A ello se une la construcción del Centro de Confinamiento del Terrorismo, una cárcel con capacidad para 40 mil reos, la cual ha sido criticada por proveer un espacio para cada preso cinco veces menor al límite recomendado por el Comité Internacional de la Cruz Roja. Asimismo, se redujo la edad de responsabilidad penal hasta los 12 años, se establecieron los juicios colectivos de hasta 900 detenidos, y se modificó el Código Procesal Penal para imponer penas a los medios de prensa que difundan mensajes presuntamente provenientes de las maras (Barceló, 2024).

La gestión del gobierno de Bukele ha dado resultados apreciables. El más notable radica en la tasa de homicidios, la cual entre 2019 y 2023 disminuyó de 36 decesos por 100 mil habitantes a 2.4, lo que representa una reducción de aproximadamente un 93% (Statista Research Department, 2024). A pesar de su carácter autoritario, la administración ha obtenido una aprobación considerablemente alta, que se reflejó en las elecciones presidenciales de febrero de 2024, donde Bukele reeditó su victoria en primera vuelta.

Sin embargo, independientemente de su retórica rupturista, las políticas del Plan de Control Territorial no suponen un cambio en la esencia de los métodos con respecto a las administraciones anteriores. Tanto los gobiernos de ARENA como los del FMLN implementaron acciones de “mano dura” contra las maras y de militarización de la seguridad pública, mientras ejecutaban reformas judiciales para criminalizar a las pandillas. No obstante, se debe señalar que ninguno de estos partidos llevó dichas políticas hasta los límites a los cuales ha llegado el gobierno de Bukele, ni tuvieron tanto éxito durante su aplicación.

La diferencia esencial radica en que gracias a la acumulación de los tres poderes del Estado en manos del partido Nuevas Ideas, la política del mandatario no ha enfrentado una oposición importante en ninguna instancia, lo que le ha garantizado la ausencia de obstáculos burocráticos, financieros y legislativos. No obstante, se evidencia la falta de políticas de peso para eliminar las causas estructurales de la pobreza, como la desigualdad económica y la falta de oportunidades (Barceló, 2024).

Indiscutiblemente, el éxito de estas políticas ha convertido al “modelo Bukele” en un referente regional en materia de seguridad pública y enfrentamiento a la criminalidad, para gobiernos de distinto signo político. En Centroamérica, por ejemplo, destaca el gobierno izquierdista de Xiomara Castro, que a finales de 2022 declaró el estado de excepción, limitó varias garantías procesales, militarizó las cárceles y anunció la construcción de una prisión de máxima seguridad, similar al Centro de Confinamiento del Terrorismo (Proceso Digital, 2024).

De igual forma, las medidas bukelistas formaron parte del discurso de la derecha guatemalteca durante las elecciones de 2023, mientras que el presidente de Costa Rica, Rodrigo Chaves, también ha mostrado su inclinación por este tipo de políticas. Asimismo, los nuevos gobiernos de extrema derecha de Ecuador y Argentina han implementado una agenda de seguridad ciudadana similar a la salvadoreña, encaminada a fortalecer los aparatos represivos de sus respectivos Estados. Al análisis particular de estos dos últimos casos serán dedicados los próximos epígrafes de este artículo.

El conflicto armado en Ecuador: los beneficios del oportunismo político

Desde que Ecuador retomó el rumbo neoliberal con los gobiernos de Lenin Moreno (2017-2021) y Guillermo Lasso (2021-2022), el país pasó de ser uno de los más seguros del continente a sufrir una severa crisis de seguridad pública. Bajo la lógica del Estado mínimo, las medidas de austeridad fiscal, de privatización de empresas públicas, de endeudamiento con el Fondo Monetario Internacional, y la paralización de políticas de redistribución de riquezas, incidieron negativamente en el bienestar social. Esta situación se vio agravada, considerablemente, por la pandemia de Covid-19, durante la cual se deterioraron las condiciones laborales e incrementó la vulnerabilidad1.

A dichas medidas se sumó un proceso de judicialización de la política y persecución mediática contra el correísmo, que terminó por politizar a las fuerzas policiales, militares y al poder judicial. Ello incrementó la desconfianza popular en el aparato estatal ecuatoriano, corroyó el Estado de derecho y agudizó la debilidad institucional del país, lo que propició una avalancha de corrupción a todos los niveles (Díaz, 2024).

Ante el retroceso estatal del gobierno y un contexto internacional propicio, sobrevino una escalada de la criminalidad sin precedentes. Ecuador se convirtió en país clave para las rutas de abastecimiento y transporte de drogas hacia los mercados norteamericano y europeo. Ese estatus se vio favorecido, además, por un bajo nivel de control en las porosas fronteras y un alto grado de infiltración criminal dentro de las instituciones gubernamentales y armadas (Rivera-Rhon & Bravo-Grijalva, 2020). Además, las bandas ecuatorianas desarrollaron un proceso de transnacionalización.

La proliferación de tales actividades delictivas ha provocado una espiral de violencia, que se refleja en el incremento sostenido de la tasa de homicidios. Durante el período 2016-2022, la violencia homicida en Ecuador sufrió un incremento del 407%, atribuido fundamentalmente a masacres carcelarias o disputas territoriales entre los distintos grupos criminales vinculados al narcotráfico (Me et al., 2023). Muchas de estas acciones son conducidas desde las cárceles, debido a que la sobrepoblación penal y la corrupción erosionaron el sistema penitenciario ecuatoriano.

El gobierno de Lasso, incapaz de revertir la situación en el país, se agotó rápidamente. En ello influyeron, además, varias acusaciones de corrupción, que implicaban a personas cercanas al mandatario, y el juicio político llevado a cabo por la Asamblea Nacional en su contra. Ante este panorama, el entonces mandatario decretó la llamada “muerte cruzada”, un mecanismo establecido en la Constitución, consistente en la disolución del Parlamento y la convocatoria a elecciones presidenciales y legislativas (Marín & Alemán, 2023).

En noviembre de 2023, Daniel Noboa resultó vencedor en unos comicios marcados por el asesinato de uno de los candidatos presidenciales. El joven Noboa, quien se presentaba como una alternativa a los partidos tradicionales, colocó la agenda económica y la seguridad en el centro de su campaña. Al asumir el gobierno, el mandatario ecuatoriano retomó su promesa electoral de implantar un régimen de máxima seguridad en las cárceles del país por medio de la segmentación de la población carcelaria, es decir, el aislamiento e incomunicación de los prisioneros más peligrosos.

A ello se sumó la intención expresa de Noboa de convocar a un referéndum, similar al realizado por Lasso, para consultar a la ciudadanía sobre el recrudecimiento de las medidas de enfrentamiento al crimen organizado. No se descarta que estos anuncios del Gobierno hayan sido los detonantes de la ola de violencia que se desató a partir del día 8 de enero, tras la fuga de Adolfo Macías, alias “Fito”, y Fabricio Colón, cabecillas de Los Choneros y Los Lobos, respectivamente, dos de las bandas criminales más fuertes de Ecuador (BBC News, 2024). Este hecho desencadenó una serie de eventos violentos a lo largo del país, cuyo foco estuvo en el estado de Guayaquil.

La situación de emergencia condujo a que el presidente Noboa decretase el estado de excepción por un período de 60 días y aprobase el polémico Decreto Ejecutivo No.110, que declara la existencia de un “conflicto armado interno”. Carente de un sólido sustento legal, el documento presenta a las organizaciones del crimen organizado transnacional como grupos terroristas que amenazan la seguridad del Estado. Posteriormente, y esgrimiendo como pretexto que el acto de violencia sistemática de estos actores beligerantes no estatales no cabía dentro de la fenomenología delictual, esta disposición fue complementada con la publicación del Decreto No.111, que faculta a las Fuerzas Armadas para ejecutar operaciones militares de neutralización contra 22 bandas criminales (Decreto Ejecutivo No.111, 2024).

La decisión de Noboa ignoró las condiciones que, según el Derecho Internacional Humanitario, tipifican la existencia de un conflicto armado: enfrentamientos prolongados, alcance de un nivel mínimo de intensidad y estructura organizada de las partes que se enfrentan (Paredes, 2024). Es cuestionable que estas características se manifestasen en la situación del Ecuador, por lo que la acción del presidente puede entenderse, en criterio del especialista en derechos humanos Edward Pérez, como una pretensión de “declarar por decreto un conflicto”, a través del sobredimensionamiento del enemigo. Ello le posibilitaría desplegar sin restricciones el poder coercitivo del Estado y la militarización de la seguridad y la sociedad (France 24, 2024).

Ambos decretos aprovechan las lagunas legales del artículo 158 de la Constitución de la República, donde se define a las Fuerzas Armadas y la Policía Nacional como instituciones responsables de la protección de los derechos y garantías de los ciudadanos, y lo planteado en el artículo 164 sobre la posibilidad de decretar estado de excepción en caso de conflicto armado, para facultar al Gobierno a enfrentar actores no estatales violentos con las fuerzas de mayor capacidad destructiva del Estado. El empleo de Fuerzas Armadas, mandatadas exclusivamente para la defensa de la soberanía nacional e integridad territorial, puede conducir a un ejercicio desproporcionado de la violencia contra una amenaza de naturaleza delictiva, por tanto, civil. Además, al dejar de considerarse como un problema de orden público interior se justifica la eliminación física de delincuentes, que, en otras circunstancias, se someterían al debido proceso judicial.

El Gobierno de Noboa ha recurrido a una receta históricamente inefectiva para contener al crimen organizado2. Tomando los decretos No.110 y No.111 como base, comenzó a aplicarse el denominado Plan Fénix para la erradicación de la inseguridad. Esta estrategia de clara inspiración bukelista, anunciada desde la campaña presidencial, contempla indultos a militares que combatan al crimen organizado, detenciones masivas, deportaciones de presos de otras nacionalidades, la construcción de megacárceles y toques de queda. Aunque no existen estadísticas precisas sobre los resultados del plan, hasta el mes de abril se reportaron más de 13 mil detenidos, de ellos solo 280 acusados de terrorismo. (Prensa Latina, 2024)

Noboa ha intentado presentar estos datos como una demostración de su éxito en materia de seguridad pública, sin embargo, la crisis está lejos de solucionarse. La acción del Estado se ha enfocado simplemente en el nivel epidérmico, atacando los eslabones más bajos de línea primaria en las redes de narcotráfico (France 24, 2024). Entre las consecuencias inmediatas de esta actuación se encuentra la detención masiva de adolescentes y jóvenes provenientes de zonas marginadas, sin que se hubiese formulado siquiera acusación legal contra ellos. A esto se suma el incremento de la estigmatización hacia los afrodescendientes y los indígenas.

Aunque la estrategia del Gobierno no ha resuelto de forma definitiva el problema de la inseguridad, para Noboa, el saldo es positivo en términos políticos. La aplicación de la mano dura ha garantizado la rentabilidad político-mediática que necesitaban el gobierno, las fuerzas de seguridad del Estado y los Estados Unidos, principal cooperante de seguridad del Ecuador, para limpiar la imagen del gobierno ante las críticas por los resultados de la Operación Metástasis. Dicho operativo destapó el entramado de corrupción entre la institucionalidad y el crimen organizado (France 24, 2024).

Además, la popularidad del mandatario, quien llegó al gobierno con un partido sin grandes bases, ha crecido considerablemente, lo cual amplía sus posibilidades de reelección y de establecer consensos en torno a las reformas constitucionales que pretende impulsar. Así lo demostraron los resultados del referéndum popular de abril, en el que las nueve propuestas de recrudecimiento del combate al crimen obtuvieron la aceptación de más del 60% de los votantes (El Universo, 2024).

Noboa ha sabido utilizar los medios de comunicación como un recurso estratégico para construirse una imagen de hombre fuerte y radical, capaz de tomar decisiones difíciles para acabar con la impunidad de los delincuentes. Los medios se han encargado de espectacularizar la lucha contra el crimen. Demostraciones de ello han sido las coberturas noticiosas a operativos militares dirigidos personalmente por Noboa o la presentación del asalto a la embajada mexicana para capturar al “prófugo” exvicepresidente Jorge Glas como un ejemplo de lucha contra la corrupción. Mientras, se desvía la atención de la situación social del país y del costo en materia de derechos humanos de las medidas gubernamentales. Es probable que, en los próximos meses, prosiga el bombardeo mediático sobre la población ecuatoriana para presentar una espiral de violencia sin fin, que justifique discursos maniqueos sobre “delincuentes malos y militares buenos”.

La intervención de las fuerzas armadas y las políticas de mano dura podrán ofrecer una solución temporal a la crisis en el Ecuador, pero en el largo plazo, la estrategia reactiva está llamada a fracasar y a generar aún más violencia de la que supuestamente intenta combatir. La solución a la ola de criminalidad demanda repensar los enfoques de seguridad pública, de forma tal que se prioricen las estrategias para enfrentar la crisis estructural que padece el Estado y erradicar las condiciones objetivas que sustentan el desarrollo del crimen organizado.

Milei y la vieja filosofía del castigo

Desde su juramentación en diciembre de 2023, el “libertario” Javier Milei posicionó como prioridad en su agenda de gobierno la aplicación de un programa de ajuste neoliberal orientado al desmantelamiento del Estado. Paralelamente, aunque no con la misma intensidad, ha intentado impulsar iniciativas en otras áreas, entre las que destaca la seguridad pública.

Desde la carrera electoral, Milei había declarado su intención de implementar una política de mano dura en el enfrentamiento al crimen. Esta contemplaría el endurecimiento del marco sancionador del delito y una supuesta tolerancia cero a la impunidad de la que, en su opinión, habían gozado los delincuentes durante los anteriores gobiernos. Su consigna “el que las hace las paga”, expresa la esencia punitiva de sus propuestas para resolver la problemática de la inseguridad ciudadana.

Aunque Milei ha presentado su programa como una total ruptura con los políticos tradicionales, en realidad, su estrategia para enfrentar la criminalidad no es del todo novedosa en Argentina. En estos últimos 20 años, la derecha argentina ha apostado por una demagogia punitiva, la retórica de la mano dura y una escueta caja de herramientas orientada a endurecer el Código Penal, facilitar la discrecionalidad policial y capitalizar políticamente la represión. Mientras tanto, en términos generales, las izquierdas han mantenido un discurso anti-represivo, orientado a impedir que se reedite el accionar de las fuerzas de seguridad durante la última dictadura cívico-militar (Galar, 2024).

En el marco de la dicotomía entre garantismo o punitivismo3, con que algunos pretenden simplificar el dilema de la seguridad pública en Argentina, Milei ha asumido experiencias internacionales como referentes para su modelo de enfrentamiento al delito. En ese sentido, destaca la admiración del mandatario por la plataforma antimafias del fiscal norteamericano Rudy Giulian, aplicada en Nueva York durante los años 80 y 90, y por el denominado “método Bukele”4. Dicha actitud implica el riesgo de replicar estrategias que no se corresponden con la realidad social argentina ni con la magnitud de la actividad criminal en el país.

El presidente argentino nombró al frente del Ministerio de Seguridad a la excandidata presidencial Patricia Bullrich, quien había ocupado ese cargo durante la administración de Mauricio Macri (2015-2019). Como encargada de ejecutar la agenda de seguridad del gobierno de Milei, la ministra ha propuesto una serie de iniciativas que, en no pocos casos, son recetas recicladas de su anterior período al frente del Ministerio de Seguridad o han sido reivindicadas por la derecha durante mucho tiempo. En sus cinco primeros meses de gestión, las iniciativas para disminuir los índices de inseguridad ciudadana han seguido dos direcciones principales: el empoderamiento de las fuerzas de seguridad y la reforma del marco jurídico de enfrentamiento al delito.

En el primer eje de acción, se ubican medidas como el “protocolo antipiquetes”, que no es más que una táctica para criminalizar la protesta social contra la gestión gubernamental. Con la excusa de preservar el orden en el país, se procedió a declarar la obstrucción de las vías públicas por manifestantes y los paros en el comercio y la industria, como delitos en flagrancia, que no requieren de orden judicial para la actuación represora de las fuerzas de seguridad. A su vez, los organizadores de manifestaciones deberán asumir los gastos de los operativos policiales antiprotestas.

También se produjo la reactivación de la denominada doctrina Chocobar, que data del período macrista. Por medio de esta se otorga a los miembros de las fuerzas federales de seguridad mayor margen discrecional para disparar, aludiendo a que los agentes siempre utilizan sus armas de fuego en legítima defensa. Tal flexibilización, que busca presentar a los oficiales como víctimas, permitirá al Gobierno reducir o eliminar las penas en los casos de “gatillo fácil”5.

Con el declarado objetivo de enmendar el supuesto abandono que durante décadas sufrieron las fuerzas de seguridad por parte de la clase política, Milei decretó en abril de 2024 un aumento salarial para los miembros de la Gendarmería Nacional, la Policía de Seguridad Aeroportuaria, la Prefectura Nacional y la Policía Federal (Página 12, 2024). Este hecho, que contrasta con los masivos despidos de funcionarios públicos que tienen lugar desde diciembre de 2023, constituye un reconocimiento al papel clave de estos órganos en la represión de las protestas sociales contra el programa de ajuste que propone el gobierno.

En el segundo grupo de medidas se encuentran aquellas que requieren una sanción del Congreso para su implementación. Si bien, en su mayoría, son aún proyectos de ley, en conjunto ofrecen el enfoque del actual gobierno para la lucha contra el crimen organizado. Destacan en este apartado la propuesta de nueva Ley Antimafias, la modificación de las leyes Penal Juvenil y de Seguridad Interior, así como la reforma al Código Penal argentino.

La modificación de la Ley Penal Juvenil persigue disminuir la edad de punibilidad a 14 o 12 años. La justificación que se esgrime desde el Gobierno, es la necesidad de evitar la supuesta impunidad de los adolescentes que cometen delitos graves y de desviar de la carrera delictiva a aquellos que se involucran en delitos menores. Esta iniciativa, que ya había presentado Bullrich en el año 2019, además de ser incompatible con acuerdos internacionales de los que Argentina es parte, prioriza el castigo sobre la reinserción de los jóvenes. Además, permite al Estado desentenderse de su responsabilidad social en el enfrentamiento a las causas objetivas que condicionan estas actitudes en los menores, entre las que se pueden citar la pobreza, el abuso y la violencia.

Las estadísticas han demostrado que una medida de esta naturaleza no es realmente necesaria en Argentina. Según informa un magistrado de la Cámara de Responsabilidad Juvenil, los delitos de homicidio cometidos por menores de 16 años no superan el 1% en todo el país (El Esquiu, 2024). Un informe de la Corte Suprema sobre niños, niñas y adolescentes menores de 16 años que ingresaron en 2022 a la justicia nacional, muestra que el 87.6% de los delitos cometidos por estos fue contra la propiedad (robos y hurtos). El otro 12.4% incluye tres casos de lesiones y solo un homicidio en grado de tentativa. (Corte Suprema de Justicia de la Nación, 2022)

La inclusión de este tema en la agenda ha sido considerada como un “show punitivo” que intenta correr el foco del ajuste descomunal que propone el presidente Milei. Lo cual parece evidente al analizar estadísticas que ofrece el Fondo de las Naciones Unidas (UNICEF), la cual informa que, en febrero de 2023, dos de cada tres niños en el país eran pobres y en marzo de 2024 el presupuesto destinado a la niñez cayó un 75%. En paralelo, la indigencia infantil aumentó 34,4% en el primer trimestre del año 2024. (Hauser, 2024b)

Por su parte, ante la compleja situación de inseguridad que ha generado la rápida expansión del narcotráfico en Argentina, específicamente en la provincia de Rosario, el gobierno de Milei ha desplegado una estrategia, de dudosa efectividad, para el combate a este flagelo. En ese contexto, fueron propuestas la nueva Ley Antimafias y la modificación de la Ley de Seguridad Interna para el involucramiento de las Fuerzas Armadas en la lucha contra el narcotráfico.

La primera de estas iniciativas, inspirada en leyes homólogas de Italia, Estados Unidos y El Salvador, propone aplicar la sanción máxima a todos los miembros de una mafia, sin tomar en consideración las jerarquías o niveles de responsabilidad en los hechos delictivos. Además, amplía el marco de delitos vinculados al narcotráfico al incluir, entre otros delitos, al terrorismo (Hauser, 2024).

Precisamente, de la controversial asociación entre terrorismo y narcotráfico deriva el difuso término de narcoterrorismo, ampliamente utilizado por las agencias especializadas de los Estados Unidos, quienes desde hace varios años asesoran a los cuerpos de seguridad argentinos. Esta vinculación de delitos ha servido a sectores de la derecha para justificar la necesidad de un mayor involucramiento de las Fuerzas Armadas en cuestiones de seguridad interna y en el enfrentamiento a amenazas que hipotéticamente rebasan las capacidades de la fuerza pública.

En ese sentido, la reforma de La ley de Seguridad Interior facultaría al gobierno de Milei a emplear las fuerzas armadas en actividades de patrullaje, disuasión y control del terrorismo, el narco y otros delitos comunes. Tal propuesta ha encendido las alertas en la sociedad argentina, pues de aprobarse se quebraría el consenso multipartidista que sacó a las fuerzas armadas de la órbita de seguridad interior y de las tareas de inteligencia por sus prácticas ilegales y métodos coercitivos. Este fue uno de los pactos refundantes de la democracia argentina tras el fin de la dictadura cívico-militar. (Erbetta, 2024)

Según declaraciones del presidente Milei, su gobierno pretende inaugurar una era de “reconciliación con las fuerzas armadas”. Sin dudas, disponer sin restricciones del poder militar, supone una solución ideal para un gobierno enfocado en mostrar su mano dura contra el crimen; pero poco o nada interesado en enfrentar la corrupción instalada en instancias políticas, judiciales, empresariales y policiales que facilita el auge de la delincuencia. Si a ello se añade el hecho de que la dolarización de la economía propuesta por Milei posibilita una mayor desregularización del mercado ilegal de drogas, se hace evidente el doble rasero del gobierno en la lucha contra el crimen organizado.

No menos polémica ha sido la intención de Milei de reformar el Código Penal, al que acusa de estar plagado de incoherencias. Entre las posibles propuestas que se añadirán al código, elaboradas en su mayoría por figuras del macrismo, está el recrudecimiento de las penas por reincidencia, una iniciativa que contempla apresar de forma expedita a quienes cometan por segunda ocasión un delito, lo cual vulneraría principios como la presunción de inocencia (Hauser, 2024). De combinarse esta modificación con el sistema acusatorio, restablecido recientemente por el gobierno, se agilizarían los procedimientos judiciales, a riesgo de violar las debidas garantías procesales.

Para el gobierno de Javier Milei, la implementación de la agenda de seguridad hasta aquí expuesta no parece ser un objetivo materializable en el futuro cercano. En primer lugar, muchas de las iniciativas gubernamentales para enfrentar la inseguridad están incluidas en la denominada Ley Ómnibus, que aún es objeto de extensos debates a lo interno del legislativo. En cambio, aquellas que han sido presentadas de forma independiente ante el Congreso tendrán que sortear muchos obstáculos antes de ser aprobadas. Ello es consecuencia de la clara desventaja que supone para Milei pertenecer a una coalición que representa una fuerza política minoritaria entre las bancadas del Congreso.

Sin una alternativa sólida frente al discurso punitivo y de mano dura, no podría descartarse la posibilidad de que las propuestas de Milei se tornen cada vez más atractivas para una ciudadanía atemorizada. El discurso de la izquierda, casi exclusivamente orientado a la denuncia de la violencia policial y la represión de la protesta social, la ha hecho parecer insensible frente a una demanda de los sectores populares. (Galar, 2024) Mientras, la agenda de la extrema derecha, bajo la consigna “o nos acompañas o te quedas del lado de los delincuentes”, se declara como única alternativa para la sociedad argentina. Sin embargo, lo que en realidad se pretende esconder es una paulatina e intencionada erosión del Estado de derecho en la nación sudamericana.

Conclusiones

Con el ascenso de la extrema derecha en la región de América Latina y el Caribe, las políticas de “mano dura” y la demagogia punitiva han recobrado un lugar central en varias agendas nacionales de enfrentamiento a la crisis de inseguridad. En sentido general, los gobiernos de El Salvador, Ecuador y Argentina han reciclado modelos de lucha contra el crimen que habían sido aplicados por la derecha tradicional en otros contextos históricos, con baja o nula efectividad. Por ello, se evidencia que las estrategias de esta extrema derecha no pasan de ser una readaptación de viejas recetas anticriminalidad, ajustadas a una nueva realidad sociopolítica y a las características de las modernas amenazas a la seguridad pública.

Lo novedoso radica en que, a través de una retórica marcadamente populista y de discursos maniqueos, los representantes de la derecha reaccionaria han logrado capitalizar a su favor el miedo de la ciudadanía y el reclamo popular de una respuesta firme ante la ola de violencia criminal. Ello les ha permitido implantar programas para erradicar el delito, que, a pesar de su cuestionable basamento legal, cuentan con el respaldo de la población.

La región experimenta un auge de la militarización de la sociedad y la seguridad, posibilitado por el empoderamiento de las fuerzas armadas, bajo el pretexto de su empleo para combatir al crimen organizado. La creciente intervención de los militares en tareas de seguridad pública podría conducir, como en períodos anteriores, a episodios de violación de los derechos humanos y libertades civiles, de abuso en el ejercicio del poder coercitivo del aparato estatal, al ascenso del autoritarismo, a una espiral de violencia y una sistemática erosión del Estado de derecho y la legalidad en los países de América Latina donde se están desarrollando estos planes.

En los tres casos de estudio, los mandatarios han optado por soluciones rápidas que no pasan de ser meros paliativos a la crisis en la seguridad pública, pues en los tres países la respuesta gubernamental ha estado orientada a neutralizar las manifestaciones del fenómeno. Al tiempo que entretienen a la opinión pública con el show de la guerra contra el crimen, Bukele, Noboa y Milei intentan consolidarse en el poder político, impulsar reformas de corte neoliberal y/o programas para el desmantelamiento del Estado.

Mientras, las iniciativas para una verdadera transformación social permanecen ausentes en las agendas de estos mandatarios. Sin estrategias para modificar la deformada estructura socioeconómica que hace de América Latina y el Caribe la región más desigual del mundo, la inseguridad seguirá siendo una constante en el convulso panorama social de las naciones latinoamericanas.

Referencias

Notas

  1. Aumentó la tasa de pobreza a 27%, se observó un auge del subempleo y del sector informal, indicando dificultades para acceder a empleos adecuados. Además, incrementaron las personas que no estudian ni trabajan, convirtiéndose en una población vulnerable aprovechada por el crimen organizado, intensificando su presencia en áreas urbanas y rurales altamente desiguales para generar economías ilegales (Pico, 2024).
  2. Entre 2021 y 2022, el presidente Lasso empleó a las Fuerzas Armadas en complementariedad con la Policía Nacional, mediante la expedición de ocho estados de excepción y cinco resoluciones del Consejo de Seguridad Pública y del Estado. Sin embargo, los índices de violencia durante esos dos años se incrementaron en 184% y la efectividad en cuanto a la incautación de drogas se redujo: en 2021 se incautaron 210 toneladas y en 2022 cerca de 201 (Policía Nacional de Ecuador, 2023).
  3. El garantismo penal designa un modelo teórico y normativo de derecho penal en condiciones de racionalizar y minimizar la violencia de la intervención punitiva, vinculándola –tanto en la previsión legal de los delitos como en su comprobación judicial- a límites rígidos impuestos en tutela de los derechos de la persona (Ferrajoli, s.f). Mientras, el punitivismo se centra en el castigo a las conductas que transgredan la ley.
  4. En la Conferencia de Acción Política Conservadora CPAC, que tuvo lugar en Washington, la ministra Patricia Bullrich se reunió con el presidente Nayib Bukele para manifestar la intención del gobierno argentino de aplicar el modelo de enfrentamiento al crimen organizado que sigue El Salvador. Bukele, por su parte, mostró disposición de brindar asesoramiento en la lucha contra el delito.
  5. La expresión “gatillo fácil” hace referencia a casos de empleo abusivo de las armas de fuego por parte de las fuerzas de seguridad, que, por lo general, se presentan como actos de legítima defensa en cumplimiento del deber o accidentes.